Dos utilitaristas son de especial interés en este escrito: Jeremy Bentham, fundador del utilitarismo, y John Stuart Mill, quien lleva esta doctrina hacia su esplendor, fortaleciéndola mediante la introducción de los problemas de liberalismo clásico anglosajón.
Definamos el utilitarismo como aquella doctrina que se fundamenta en el principio de la mayor felicidad; consecuentemente, una acción se aprueba o desaprueba según se considere que logre aumentar o disminuir la felicidad de las partes cuyo interés se está analizando [Colomer, 1991: 46]. Esta teoría se fundamenta en la proposición que dice que los placeres aumentan la felicidad, mientras los dolores la reducen, de tal manera que el cálculo para aprobar una acción debe contemplar la sumatoria del valor neto de placer y la contabilización de la extensión de aquella sumatoria en términos de personas con intereses implicados [Colomer, 1991: 59]. El enfoque es puramente consecuencialista, sin una clara revisión de los procedimientos para obtener placer y evitar dolor [Sen, 1996 y 1999].
Obsérvese que en la proposición inicial de Bentham, se introduce un solo criterio por medio del cual juzgar el gobierno y determinar, simultáneamente, lo que resulta deseable y digno de perseguir por la sociedad: la utilidad total del grupo social involucrado. El autor considera que esto de ninguna manera estará en contra de la felicidad individual, pues en la medida en que ella se alcance por cada sujeto que compone la sociedad, la utilidad total social será mayor; por lo tanto, la tarea del moralista práctico, o de cualquiera que busque una dirección mejor para la el grupo, sería la presentación de posibles escenarios con los que se enfrentaría la sociedad y los cálculos sobre la felicidad probable en ellos.
Ahora bien, ¿significa esto que el moralista debe ser un gobernante que dicte cómo comportarse a su pueblo para la obtención de máxima felicidad? No, dice Bentham con convencimiento, puesto que “valiéndose de un cierto grado de experiencia, podemos afirmar con carácter de proposición general [que] cada hombre es mejor juez que los demás acerca de lo que conduce a su propio bienestar” [Colomer, 1991: 80]. Entonces, el moralista sólo sugiere cálculos, pero no interviene en el accionar individual.
Todavía permanecen dos dificultades: la primera es que el gobierno – en manos de una persona o de multitud de ellas que componen las organizaciones gubernamentales –, debe poseer información imposible de adquirir y de procesar, pues sería infinita en magnitud sobre las predicciones futuras y por ende, infinitos los cálculos de utilidad. Adicionalmente, dicho individuo, para poder prever escenarios de placer neto, debe poder comprender los deseos de cada sujeto particular, pues sólo así podrá asignar valores y realizar el cómputo de maximización. Puede afirmarse que el utilitarismo de Bentham requiere un ser omnipresente y perfectamente imparcial:
“Este espectador es concebido llevando a cabo la requerida organización de los deseo de todas las personas en un sistema coherente de deseos; y por medio de esta construcción muchas personas son fundidas en una sola. Dotado con poderes ideales de simpatía e imaginación, el espectador imparcial es el individuo perfectamente racional que se identifica y tiene la experiencia de los deseos de otros como si fuesen los propios. De este modo averigua la intensidad de estos deseos y les asigna su valor adecuado en el sistema único de deseos” [Rawls, 1971: 38].
La segunda problemática irresoluta es que todavía la deseabilidad de la acción sólo depende de la utilidad total, lo que implica que el conjunto de información es muy restringido, pues no incluye libertades, capacidades y oportunidades de llevar a cabo la vida deseada según las ideas morales de cada quien [Sen, 1999]. Quien gobierna tendría que evaluar un estado muy restringido, puesto únicamente en términos de qué generó la acción y no cómo se generó la acción, con qué opciones adicionales, etc., ello es, sólo toma el bienestar en términos de utilidad y no de la agencia de los sujetos implicados [Sen, 1997: 55-56].
John Stuart Mill busca responder a la segunda de estas dificultades, dejando la primera sin clara resolución. Sobre aquella, debe mencionarse el importante paso en el rescate del individuo, no sólo como humano que toma decisiones sobre lo que considera más conveniente para su felicidad y la felicidad total (que ya existían en Bentham con la prudencia, la benevolencia y la prudencia altruista. Colomer, 1991: 73-76), sino como persona moral, dotado del derecho a ciertas libertades utilizadas en la autodeterminación de la elección y la acción. Este nuevo camino se vislumbra en Sobre la libertad [Mill, 1869].
Mill ofrece una perspectiva interesante de lo que él llama “libertad civil o social” – no trata pues de la libertad en general –, mediante la cual se busca encontrar los límites del poder soberano de la sociedad en su conjunto sobre el individuo [Mill, 1869: 37]. La libertad así concebida tiene tres esferas interrelacionadas e igualmente constitutivas de aquella: la libertad de conciencia, de la que deriva la de opinión, de sentir y de pensar; la libertad de planificar las vidas según la forma de ser de cada quien, que contiene aquella de gustos, ocupaciones y acción sin coacción; y la libertad de asociación y reunión.
El filósofo inglés se propone mostrar que un individuo debe valorar su libertad, al menos por dos razones: una, porque permite la expresión de la individualidad, lo cual permite la formación de personas morales maduras y con ello, se progresa en el sentimiento del deber y del derecho[1]; dos, porque permite la consecución de la felicidad humana. Vemos que mientras el primer argumento hace alusión a la libertad per se, como libertad negativa de definición de una esfera propiamente privada, el segundo se refiere a ella sólo en cuanto es consecuente con el principio de utilidad, que podemos ver en estas citas:
“Conviene aclarar que prescindo de cualquier ventaja que pudiera derivarse para mi argumentación de una idea abstracta de lo justo como algo independiente de la utilidad, pues la considero como la suprema instancia en lo que a toda cuestión ética se refiere; pero la utilidad en su más amplio sentido, aquella que se funda en los intereses permanentes del hombre, como ser capaz de progresar” [Mill, 1869: 54].
“considero, al mismo tiempo, a la justicia que está fundada en la utilidad como la parte más importante, e incomparablemente más sagrada y vinculante, de toda la moralidad” [Mill, 1997: 126].
Coherente con lo anterior, el accionar gubernamental se dirige hacia dos puntos, uno de los cuales es la formulación de leyes y organizaciones sociales que armonicen los intereses privados individuales con aquellos de conjunto para la sociedad – la felicidad individual acorde con la social –, y el otro es la utilización de la educación y la opinión pública para sostener la asociación nombrada en el primer punto [Mill, 1997: 62-63].
Mill parecería haber logrado introducir libertades – si bien no oportunidades ni capacidades – dentro del esquema utilitarista, solucionando la dificultad relativa al conjunto de información del bienestarismo. Pero, ¿debe juzgarse como una inclusión correcta de la libertad? No, pues el papel de la individualidad rescatada de la persona es sólo secundario frente al principal de subordinación a la utilidad; de esta manera la libertad es valiosa sólo en cuanto acreciente la felicidad total en mayor medida que su omisión. Si no fuese así, entonces el autor debería aceptar que la libertad debe mantenerse para todo ser humano, independiente del desarrollo de un país, pero no es así.
“El despotismo es un modo legítimo de gobierno si se ejerce sobre pueblos bárbaros, siempre que el fin perseguido sea el progreso, y si queda justificado que los medios empleados son realmente tendentes a ese fin” [Mill, 1869: 53-54].
A pesar del avance de Mill sobre el problema de las libertades en el utilitarismo, todavía siguen siendo incluidas sólo en cuanto a su papel instrumental. Los dos problemas señalados para la teoría de Bentham permanecen en esta versión del utilitarismo, lo que lleva a plantearnos otras alternativas éticas de sustento a las políticas públicas y la organización institucional.
Referencias
COLOMER, Joseph M. (1991). “Bentham. Antología”. Ediciones Península, Barcelona.
MILL, John Stuart (1869). “Sobre la libertad”. Biblioteca Edaf, Santiago de Chile, 2004.
RAWLS, John (1971). “Teoría de la justicia”. Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2006.
SEN, Amartya K. (1996). “Economía del Bienestar y dos aproximaciones a los derechos”. Universidad Externado de Colombia, Centro de Investigación en Filosofía y Derecho, Bogotá D.C., 2001.
_______ (1997). “Bienestar, justicia y mercado”. Ediciones Paidós, Barcelona.
_______ (1999). “Desarrollo y libertad”. Editorial Planeta, Barcelona, 2000.
[1] Mill sostiene lo siguiente en esta línea de pensamiento: “Si una persona posee un razonable caudal de sentido común y de experiencia, su propio modo de conducir su existencia, no porque sea el mejor en sí mismo, sino porque es el suyo” [Mill, 1869: 157-158].
No hay comentarios:
Publicar un comentario