domingo, 30 de noviembre de 2008

De la oposición, la traición y otros pasos desde el patriotismo


La pasada semana se llevaron a cabo las elecciones territoriales en Venezuela. Si bien todavía permanece el Partido Socialista Unido de Venezuela con apoyo de las mayorías electorales, la oposición logró ubicarse en Caracas y tres de los estados más relevantes en términos de actividad económica y tamaño poblacional, es decir, en Táchira, Miranda y Zulia – este último, sede de la oposición desde periodos anteriores. Además, logró hacerse con las gobernaciones de Carabobo y mantener la de Nueva Esparta.


Las declaraciones no se hicieron esperar ante los hechos. Los opositores declararon su gran victoria al contar con 44% de la población nacional bajo su control, mientras que el partido dominante, encabezado por el presidente, afirmó que la oposición apenas había logrado una victoria pírrica y ello obedecía más a un acto de traición que disidencia respecto a las políticas del gobierno de los últimos diez años. Las argumentaciones, tanto antes como después de las elecciones, se han tornado personales con continuos ataques en la forma de imponer nombres tales como “ladrones”, “traidores”, “robacámaras”, etc.


Interesante observar que la palabra traición proviene siempre de la falta a lo que ya en repetidas ocasiones he definido como patria y patriotismo. Quien ejerce un acto de traición, vende los intereses generales de la patria por favores hacia los intereses personales y egoístas, que poco contribuyen al progreso social. Por tal razón, aquella persona resulta indigna integrante de una civilización y deberá ser penalizado con la máxima condena posible para un idiota (recuérdese que se denominaba así a quien le resultaba del todo imposible la participación política en las sociedades, dado que carecía de intereses sobre lo público): el exilio junto con la negación de la ciudadanía.


Si bien esta negación de la ciudadanía no podrá llevarse a cabo en el país vecino, más por ser una declaración acalorada de un presidente que por poseer pruebas contundentes de ello, no es este el punto central aquí. No nos interesa saber si efectivamente el nuevo alcalde de Caracas y sus secuaces (o como quiera que se les llame ahora a los electores que votaron por él) serán juzgados por el sistema judicial de Venezuela; es más bien relevante como muestra de la persistencia de la paradoja de la ciudadanía y los derechos: aunque estos últimos fueron promulgados como reconocimiento de las libertades inmanentes al hombre, su garantía sólo puede efectuarse en cuanto el hombre en cuestión pertenece a un Estado capaz de asegurar su cumplimiento, es decir, los derechos sólo se le garantizan al ciudadano, no al ser humano por su mera existencia.


Lo que sucede cuando el mismo Estado considera que usted no es un patriota, es decir, que sus intereses no están alineados con la voluntad general y consecuentemente puede llamarse con la voz traidor, es que el poder organizador del Estado sobre la sociedad indica una anomalía: alguien, un particular cualquiera, se ha desalineado voluntariamente de la coherencia existente entre lo individual y lo social-nacional. Esta separación voluntaria se juzga como la ruptura del contrato fundador, que si bien no desbarata el aparato ya establecido, sí logra finalizar con el contrato que aquella anomalía ha firmado con la totalidad social, con el megasujeto.


La finalización de este contrato se dirige directamente hacia el final del control y la seguridad ofrecida por el Estado. La traición, como bien se señaló, se castiga ante la figura de expulsión de la sociedad de su seno, es decir, con la pérdida de garantía de los derechos a los que supuestamente usted tenía acceso por haber nacido, pues ya no hay quién sirva de garante de la vida. La ligazón entre Estado y patria no sólo aparece entonces como necesaria para darle sostenimiento al primero, sino que se configura en una relación de la exclusión humana de los círculos institucionales de justicia.


Algunas personas sostendrán que si el aparato de justicia es independiente del gobierno, la definición de quién puede definirse como traidor partirá de concepciones objetivas y analíticas sobre las acciones de aquella persona; en definitiva, que el juicio será justo y los derechos se garantizarán excepto lo mínimo requerido para la convivencia social, es decir, el Estado sigue defendiendo los derechos inalienables, mientras que algunos deben ser alienados para mantener el orden. Sinembargo, esto es sólo apariencia, puesto que quien es destacado como traidor, normalmente no alcanza a llegar al aparato de justicia antes de ver que las fuerzas del Estado acaban con su vida, e incluso así, se puede dictaminar en algunos de ellos la pena de muerte. Nada impide que un Estado – y la sociedad subyacente – legisle tal control sobre la vida y la muerte.


De esta manera se puede visualizar la gravedad de la afirmación chavista sobre la oposición: son hombres que en definitiva, pueden carecer de derechos en cualquier momento y que no se podrán llamar ciudadanos venezolanos – ni de ningún otro país del mundo –, pues han cometido una violación a lo que tal categoría implica: La patria resurge con fuerza tal que la humanidad debe contraerse hasta su aniquilación.

sábado, 22 de noviembre de 2008

¡Eureka!, Ahora ya tengo Estado


A pesar de lo que pueda expresar el título al juicioso lector, no intento formular ideas sobre el surgimiento del Estado, ni sugerir nuestra inclusión en él a partir de decisiones autónomas en un proceso de generación de un consenso hacia la convivencia y la justicia. Por el contrario, sólo realizo un tímido avance hacia la comprensión de aquello que tanto inquieta a múltiples escritores, entre ellos a Kertész: ¿en qué debemos convertirnos para que el control de la vida del Estado pueda ser más bien autodeterminación consciente hacia un accionar favorable al mantenimiento del statu quo o del cambio direccionado?


A pesar de que aquella es la pregunta adecuada, todavía no dice nada sobre dónde radica el problema. Para Hayek parecía claro que el control del Estado sobre el individuo obedecía a un excesivo papel de intervención de esta organización tanto sobre la economía como sobre la vida cotidiana de cada uno de nosotros, lo que era posible lograr mediante la aplicación de su gigantesco poder impersonal y que toma la forma de políticas sociales o estados de excepción; en cualquier caso, al parecer el problema es de excesos y no de puntos esenciales en la concepción misma del Estado: es un mal necesario y en realidad un mal más bien escaso si se limita a las tres funciones clásicas que se le asignan desde la concepción liberal clásica. Si a esto se le adiciona una verdadera república con todo y lo que ello implica en términos de control de poderes desde otras ramas y una carta de derechos sobre libertades negativas, el control sobre la vida sería sumamente restringido.


Las problemáticas enunciadas por los liberales más radicales han sido interiorizadas por las sociedades y nos hemos encaminado hacia su solución sistemática, tanto que podemos afirmar que hoy en día parece ser más fuertes los controles horizontales de poderes y la participación ciudadana, las políticas sociales son más benévolas y al parecer mejoran sustancialmente nuestras calidades de vida, entendida en términos de esperanza de vida, salud, educación promedio, ingresos y hasta los materiales de las viviendas. Es como si el monstruo de Hayek que evita el desenvolvimiento personal, ya no existiera; más bien nos impulsa hacia una vida más libre, hacia unos humanos más capaces.


Desde esta perspectiva, resulta del todo evidente que son críticas reformatorias del sistema y por ende, no substanciales. El Estado puede apropiarse de todo aquello que no modifique su esencia, endogenizando derechos políticos y económicos en visible libertad real para todos e incluso generando la apariencia de unas nuevas limitaciones a su accionar. El problema es que no se ha mencionado hasta ahora cuál es el apoyo del accionar estatal, que al mismo tiempo le permite su existencia e incluso la expansión de sus objetivos “por fuera” de él mismo.


La literatura puede dar buenas pistas sobre el espacio donde tal problema se ubica, dado que ella aporta espacios sensibles de representación del mundo, de visibilización del mundo. Kertész nos habla del problema del buen ciudadano: aquel que comprende el bien común y las vías adecuadas para ello y que actúa en concordancia, siempre impulsado por una fuerza interna de deber, de un pasivo moral que tiene él tanto con la sociedad que le ha provisto el espacio para su vida misma, como con sí mismo como hombre virtuoso; la falta frente a los principios implicaría la presencia de un sentimiento de culpa sumamente doloroso, incluso hasta la negación de sí.


La anterior definición no implica que el buen ciudadano sea aquel que sigue todo el tiempo los preceptos de sus gobernantes o de los derechos. Es por el contrario, quien en el ejercicio de su pensamiento, comprende las injusticias desde las propias del accionar gubernamental y los fallos judiciales, hasta aquellas que persisten en el sistema de derechos civiles y la cultura ciudadana general. Es el hombre crítico, el hombre que trabaja según las necesidades sociales, que trabaja incansablemente, siendo incluso un empresario emprendedor para sacar a su país adelante. Es pues un patriota, quien siente a la nación como sus compañeros de hogar.


La patria como fundamento del Estado, el patriotismo como móvil, la voluntad general como objetivo, este es el ordenamiento del que estamos hablando. El ideal, la utopía última de un Estado es que cada individuo, cada persona, sea un patriota, un buen ciudadano. Así, se puede responder sin problemas a los retos de Hayek y de la modernidad, puesto que cada patriota tiene dentro de sí la fuente de la reforma del ordenamiento social , al tiempo que transforma también al Estado.


Más aun, el cuidado que el patriota puede ofrecer a su hogar – la patria – es superior a lo que puede lograr el mismo Estado con toda su maquinaria gigantesca, ya que su accionar, si bien no es más efectivo para transformar los grandes problemas de la sociedad, es más flexible y se encuentra mejor articulado con los intereses generales (recuérdese que ya es un patriota).


El atento lector se ha dado cuenta que no usamos la palabra patriota en el sentido común: no es el hombre que daría todo por su país, sin importar qué haya hecho éste. Es el hombre que defiende a su nación pero igualmente la critica y que sólo tomaría las armas en caso de que se cometa una brutal injusticia contra ella y fuese esta la única línea de acción; el patriota no es un hombre brutal ni necesariamente radical, es la clase se persona que defiende un hogar, una espacialidad que lo resguarda del mundo agreste, pero que paradójicamente, él debe defender también de fenómenos salvajes.


¿Qué es, entonces, lo que molesta de este patriota tan civilizado? Es justamente esto, el ser civilizado, porque lo es en cuanto se ha acoplado adecuadamente a unos fines – los mismos del Estado – y unos medios de bien. Si el Estado es amable, es decir, si cumple las funciones sociales adecuadas para la libertad real, al tiempo que logra superar sin problemas las dificultades planteadas por Hayek, entonces ese Estado tiene los mismos fines y los mismos medios que nuestro patriota; es decir, la ética universal de la voluntad general, por su lógica innegable derivada de las reflexiones éticas constructivistas consensuales, crea un lazo directo para la relación entre El Estado y El Hombre como la relación social por excelencia, ya que tiene en cuenta los intereses sociales más altruistas incluidos en ella.


Lo que sucede ante la carencia de tan encomiable relación es que, incluso si el Estado encuentra su posición virtuosa, el pueblo no sería adecuado para articularse a él, generando desacuerdos y desórdenes sociales. La tarea se hace clara: la culturización estatal hacia la construcción del patriotismo como virtud personal para la vida social. Lo interesante del mecanismo es lo que puede lograr en cuanto el uso de las capacidades humanas hacia la creación de un organismo o megasujeto nacional, cuya armonía no tendría parangón.


A pesar de la necesidad del patriota para el Estado, debe señalarse que el megasujeto creado todavía posee una ventaja mayúscula sobre aquel: la capacidad de recolección de información de la sociedad en su conjunto lo hace la organización idónea para poner orden sobre las actividades productivas, articulándolas entre sí. El patriota, que comprende las razones esgrimidas, no sólo obedece a aquel, sino que obedece a su pensamiento moral correcto.


El resultado no podría ser mejor descrito por Kertész: el “poder absurdo triunfa de todas maneras sobre nosotros: nos inventa un nombre que no es nuestro y nos convierte en objeto aunque hayamos nacido para otra cosa” El problema es que no sabemos para qué nacimos, el Estado sabe para qué servimos en el sistema justo, luego nos creemos este nombre del que habla el escritor y potenciamos El Poder con la posición asignada. En cualquier caso, el monstruo al que temía Hayek se ha creado desde el patriotismo, que si bien se impulsa desde el Estado, también es una de las virtudes sociales por excelencia.

jueves, 28 de agosto de 2008

¡Eureka!, Tengo Patria


Ha generado bastante indignación en unos y gran apoyo entre otros, el proyecto de ley presentado por el senador Óscar Reyes al inicio del presente mes en las salas del Congreso de la República. Se señala en el proyecto la necesidad imperiosa por respetar y honrar adecuadamente los símbolos patrios y para ello se plantea que los llamados colombianos “nos pongamos de pie, en posición firmes, cada vez que se oigan las notas del Himno Nacional, y además nos llevemos la mano derecha al corazón, ‘según el ejemplo del señor Presidente y de los futbolistas’”[1]


Se pregunta Faciolince ¿es que debemos honrar a una patria que en verdad no existe? Su respuesta se dirige a mostrar que eso que Reyes llama patria, en realidad no se manifiesta a favor de sus habitantes y por el contrario, contamos con un Estado que deja morir a la nación entera. “El que tenemos todavía no es digno de gloria inmarcesible ni de júbilo inmortal. El bien no ha germinado”. Aunque podríamos encontrar suficientes ejemplos de las falencias de la patria, quiero dedicar mi atención a un problema del todo diferente: ¿Qué significa patria? O mejor, ¿cuál es la razón de su existencia como vocablo lleno de contenido de lo que podríamos llamar identificación nacional? Una vez la respuesta a ello se tenga, podremos responder a esta otra: ¿Cuál es el significado de la manifestación pública de sentido del honor hacia esa patria? Como observa el lector, no respondo como colombiano a las preguntas, pues su carácter general me evita adentrarme en un sesgo similar.


El sentido de patria toma dos formas. Uno se relaciona con el lugar de nacimiento y por lo tanto, es puramente coyuntural, contingente e innecesaria para una persona determinada, ya que es resultado del azar que actúa sobre el recién nacido humano y que, por su arbitrariedad, no obliga a nada en forma de deber – pues el deber sólo surge en cuanto existe responsabilidad y por lo tanto, consciencia. Un segundo sentido de la palabra se relaciona con los vínculos jurídicos y socio-afectivos que se producen en los seres humanos respecto a un país-nación determinado y donde, normalmente, se ha nacido, aún cuando esto último no es condición necesaria.


Ambas significaciones en que se usa la palabra permiten dar forma a la identificación social según dos criterios, a saber: la tierra en que se nace o que genera no sólo un referente, sino un sentimiento positivo sobre el mismo, que lleva a las personas a sembrar cierta raíz afectiva; y la sangre, según la cual determinamos quiénes pueden considerarse hermanos – ¿acaso bolivarianos, acaso apasionados colombianos? –, lo que sólo es posible si resultan tener un mismo padre o madre, madre tierra en este caso, para quien se expresan unos comportamientos dignos y unos sentimientos encomiables.


Así pues, se ha postulado la substancia de la patria y todo se ve claramente maravilloso, sin la menor señal de bruma. El país-nación en que vivimos como si fuese nuestro hogar merece acciones para su mejoría y en esto consiste el significado de patriota-héroe patrio, quien no sólo está dispuesto a llevar a cabo tales acciones, sino que las considera tan prioritarias que incluso merecen el riesgo de nuestra vida. La justificación les parece pues evidente: sin el hogar, igual estaríamos muertos o en una vida indigna de ser llamada así; ergo, ofrecer la vida a quien la ha cuidado es un acto de reciprocidad proveniente del más alto altruismo.


Similarmente, el hijo patrio que se niegue a rendir honores dignos y ganados al país-nación que tanto nos ha dado, entonces es un hijo impuro, un desagradecido que ha de llamarse con justeza, bastardo, tal y como los llamaban desde la época de la colonia y luego en la continuidad de las haciendas, a quienes eran descendientes no reconocidos por la autoridad paterna[2]. Aparece la identificación en su más contundente versión tendiente hacia la clasificación y categorización, en la que necesariamente tendrán lugar los excluidos.


El senador Reyes, en forma de amable gesto, evita que nos tomemos el trabajo de pensar en tales categorías de lo digno e indigno para con la patria, así como nos quita la penosa labor de pensar en la objetivización del concepto, de tal manera que los que por documentos jurídicos sean ciudadanos colombianos, tendrán una misma, única e innegable patria. Fin de la discusión bizantina, informa Reyes sonriendo con los gestos propios de quien cumplió con su misión social en el mundo.


¡Un momento! ¿Qué ha pasado? Entre tantos pétalos rodeándonos y cayendo de la bóveda celestial, no hemos tenido tiempo para vigilar lo sucedido: hemos regresado sin percibirlo, al lema tan típico de los fascismos, sangre y tierra, mediante el que se justificó el holocausto por la “evidente” exclusión de ciertos grupos sociales – también previamente clasificados como tales –, por su falta de respeto a los símbolos patrios. He aquí el quid de la discusión. La palabra patria no puede dejar de hacer referencia a su esencia, ello es, un criterio de clasificación social impuesto desde diferentes niveles – incluso, autoimpuesto y no sólo desde los gobiernos centrales – y por lo tanto, como toda categorización identitaria, lleva a que unos sean patriotas y otros no; esto será visto no sólo como una clasificación propia de una ciencia exacta, que no lo es y por tanto, no es neutral, para ser una clasificación con importante contenido normativo sobre lo que debe o no debe ser. Who is not a patriot, ought not to be.


De esta manera, quien se niegue a ser patriota será juzgado por alta traición a la patria y perderá así todo derecho proveniente del Estado, puesto que aquella persona ha dejado de tener su cualidad de ciudadano y era ésta forma jurídica la que le garantizaba los derechos humanos, que curiosamente – pero no por azar – no atañen a los humanos sino a los ciudadanos-patriotas que dignifiquen el Estado que los vio nacer[3], mediante el honramiento adecuado de los símbolos patrios.


Ahora bien, la propuesta de Reyes implica un fuerte castigo a quien no “honre” aquella simbología. Estos símbolos son la representación humana de la madre tierra y como tal, reciben un digno reconocimiento – aunque, el absurdo reside en la falta de sujeto en este caso para efectuar la acción de recibir algo –. Ya se conoce entonces el desenlace.


Antes de finalizar, presento otro problema de la propuesta de Reyes consistente en la existencia de personas – ¿me atreveré a decirles malvadas? – que no están de acuerdo con el proyecto. ¿Cómo pues se justifica la obligación de algo que se encuentra en el terreno propio de la moral, tal y como es el respeto por algo? Es difícil pensar en que la represión llevará respeto; a lo sumo, miedo y desdén, pero la obligación por coerción no puede desenvolver en deber y de esta manera, el objetivo último del proyecto ve un impedimento en su propio terreno.


¿Debe el patriotismo ser una política gubernamental hasta convertirse en una ley que implique derechos y deberes? Nuestra aproximación sugiere la cercanía del concepto en cuestión con la exclusión desde los más cotidianos ámbitos del desenvolvimiento personal, fruto de la interiorización del patriotismo por la exaltación excesiva del simbolismo que lo representa y determina categorías de clasificación-ordenación social de-cumplir-un-lugar-en-el-Estado y en-la-sociedad impuestos-autoimpuestos.



[1] Citado por el escritor Héctor Abad Faciolince en su columna de El Espectador, titulada “Patria y patriotería” del 9 de Agosto de 2008.

[2] Se recuerdan los análisis de Michael F. Jiménez, el gran historiador y autor del artículo “Mujeres incautas y sus hijos bastardos” clase, genero y resistencia campesina en la región cafetera de Cundinamarca. 1900 – 1930. En Historia Crítica, Universidad de los Andes, Nos. 3 y 4, 1990.

[3] Ya el maravilloso genio de Agamben había puesto de relieve este punto sobre los derechos, los estados liberales, en su breve ensayo La política del exilio.

domingo, 24 de agosto de 2008

Criticando la mercantilización total


Recientemente, Alejandro Gaviria, reconocido economista y profesor de la Universidad de los Andes, con ocasión de su columna semanal en el diario El Espectador, escribió “Pero nadie se atrevió a señalar que la propuesta del alcalde llama la atención sobre un fenómeno inquietante: los desequilibrios en el mercado de parejas”. Traía a colación la anécdota del pueblo australiano en el que su alcalde, viendo la gran diferencia entre el número de hombres y mujeres, hace un llamado para que éstas acudan “en busca de la felicidad”[1].


Gaviria, viendo que las opiniones públicas se dirigieron hacia una crítica al machismo persistente en Australia, decide mostrarnos otra cara del problema, la faceta objetiva y preocupante desde el Estado: el desequilibrio en sí de los números. Nuestro interés, sin embargo, no es juzgar si las cifras son correctas o si es un problema que incumbe al Estado; en su lugar, preferimos poner nuestra atención en el enfoque adoptado por el profesor en su columna: ¿Por qué puede verse como un mercado de parejas? Pregunta que nos dirige hacia la definición misma de mercado.


La definición más simple que podemos encontrar de mercado lo considera un espacio, no reducido a aspectos físicos, en el que los individuos realizan los intercambios. Estos intercambios consisten en un traspaso mutuo de derechos de propiedad entre agentes, quienes tienen la posibilidad de determinar la equivalencia de lo entregado por ambas partes y hacen efectivo el cálculo – incluso si el cálculo es defectuoso, si no obedece a la optimización de utilidades, etc., en todo caso se hace un cálculo de equivalencia, independientemente del criterio que se utilice para ello.


Aún más, Cataño[2] sostiene que los mercados son espacios de socialización, de relacionamiento humano y por lo tanto, no es un mero “sitio geográfico”, invitando a considerarlo como espacios de coordinación descentralizada de decisiones personales. Así, se guarda relación con la visión que tiene Sen[3] de los mercados, en cuanto se observa como una institución social.


Obsérvese que el mercado no es un espacio en el que se llevan a cabo todas las relaciones humanas, sino sólo aquellas que contienen intercambios, tal y como fueron considerados arriba. Esto implica que una gran cantidad de interacciones personales como aquellas pertenecientes al campo del altruismo o aquellas propias de los sentimientos del ser, no se encuentran contempladas en el mecanismo social de coordinación, pues: a) el sentido de la coordinación es radicalmente diferente, incluso si es que en estos campos puede considerarse su existencia; b) no existe un cálculo claro y necesario de equivalencia de los traspasos para el intercambio; y c) no aparecen demandas y ofertas en el sentido económico en el que aparecen en los mercados[4].


¿Puede existir un mercado de parejas? Ciertamente puede tener expresión en el mundo[5], pero ello sólo sucede bajo condiciones bien restrictivas: si quienes buscan pareja, no sólo buscan reciprocidad, sino que ella se encuentra bien determinada por cada quien mediante sus cálculos de equivalencia. Nos veríamos así ante relaciones de pareja de suma cero, al menos desde la apariencia de cada uno, que en caso de no darse, entonces sucedería algo similar a esto:


“Muchas prefieren competir por un buen partido en la ciudad a casarse con el amigo de toda la vida que representa precisamente el mundo del que quieren escapar” (Gaviria, 2008).


Adicionalmente, surgirán fuerzas de oferta y demanda, donde su desequilibrio llevará a una posición ventajosa de una de las partes:


“Cuando abundan las mujeres atractivas y educadas, como sucede en Nueva York o en Bogotá para no ir tan lejos, la realidad comienza a parecerse a Sex and the city. Los hombres deseados sacan provecho de la abundancia de mujeres, de su escasez relativa. El ansia indiscriminada de los machos termina venciendo la pasividad discriminante de las hembras. Los hombres pueden conseguir lo que quieren sin promesas matrimoniales o grandes inversiones” (Gaviria, 2008).


Y la coordinación consistiría en que las preferencias de todos se saciaran de la mejor manera posible, es decir, que cada mujer encuentre al hombre que considera mejor dentro de lo posible.


El panorama que nos presenta el profesor Gaviria resulta desolador: los sentimientos amorosos se han convertido en resultado de cálculos de preferencias y equivalencias, siendo necesaria la cuenta de lo que cada persona aporta a su pareja. Asistimos a la cuantificación de la vida emocional, cuyo imposible es cuestionado hasta la desaparición de nosotros mismos como seres sentimentales. Las parejas se encuentran en mercados, algunos más o menos perfectos, donde la competencia debe ser regulada y así se comprende el llamado del alcalde: el exterminio humano para evitar el exterminio de la raza racionalmente comprendida por la biología y la economía.


Se nos responderá que el profesor no quería decir eso, que su argumento intentaba resaltar sólo la dificultad de algunas mujeres y hombres para encontrar una pareja, que por eso, al final de la columna resalta una característica diferente, más humana:


“No muchas mujeres acudirán al llamado del alcalde australiano. La mayoría prefiere la escasez de buenos partidos a la abundancia de malos prospectos. En todas partes, sobra decirlo, las mujeres jóvenes dejan a los malos conocidos para ir en busca de los buenos por conocer” (Gaviria, 2008).


¿Pero es que podemos determinar objetivamente los buenos partidos? En el mercado, esta calidad se reflejaría en lo que puede ofrecerle a la mujer: al parecer sigue pensando en cuantificación de la cualidad, la cuantificación aún inconsciente, aún somnolientos, aún para evaluar cualidades en los intercambios mercantiles, que poco cambian, a no ser por la estructura de preferencias de la función de utilidad de los individuos.


El lector deberá preguntarse: ¿calculamos tanto en nuestras relaciones personales como para estar en un mercado? ¿Evaluamos a la competencia según la cuantificación del intercambio? ¿Los sentimientos son sólo resultado de los cálculos que nos indican en quién fijarnos? No digo que las relaciones de pareja sean irracionales, solamente no creo que la racionalidad sea propia de los mercados y que la interacción con la pareja se rija según intercambios, como en los mercados.



[2] Cataño, José Félix (1997). El modelo de equilibrio general: ¿Estático o estéril? En Cuadernos de Economía No. 27, Facultad de Ciencias Económicas, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá D.C.

[3] Ver El mercado y las libertades en este mismo blog, Junio de 2008.

[4] Buchanan propone estudiar lo político a partir de mercados, donde aparecen fuerzas de oferta y demanda. Sin embargo, la lógica sigue siendo económica, tal y como él lo reconoce en su formulación de la economía constitucional.

[5] Alguno de esos que hemos creado para “modernizarnos” bajo patrones de lo racional: quien mira el mundo de forma racional, será visto de forma racional por el mundo, ambas cosas se determinan recíprocamente, decía K., no el K. que sufre metamorfosis, aunque sí en su compañía; es el K. que canta el Kaddish por su liquidación.