sábado, 21 de junio de 2008

Una crítica a la concepción de Nozick sobre los intelectuales y el capitalismo


La presente reflexión busca esclarecer algunas dificultades argumentativas sobre el desarrollo de la idea de Robert Nozick[1], según la cual la mayoría de los intelectuales son anti-capitalistas por efecto de un proceso de educación en contravía del mecanismo de mercado, en el que se utilizan incentivos que en este último no aplican y se arraigan en los mejores estudiantes. De esta manera, la pregunta central del autor es: “¿Por qué entonces los intelectuales se sienten con derecho a las más altas recompensas que su sociedad puede ofrecer, y molestos cuando no las reciben?”.


En primer lugar, debe aclararse la categoría fundamental: los intelectuales de Nozick son aquellos que “tratan con las ideas, según se expresen en palabras, moldeando el flujo de palabras que otros reciben”; que se contraponen a los intelectuales del arte y las ciencias exactas, pues ellos no se oponen desproporcionadamente al capitalismo. Para efectos de la hipótesis de Nozick, los intelectuales de las palabras son más reconocidos según sus profesores, adquiriendo más beneficios del sistema educativo que premia según el mérito – por contraposición a los premios del mercado, según la satisfacción de la demanda.


¿Cómo prueba Nozick que los “forjadores de números” o los artistas tienen menor reconocimiento de los profesores y del sistema educativo en general? Aparece una presunción de Nozick formulada así: “estos niños brillantes con las cuentas, aunque consiguen buenas calificaciones en los exámenes correspondientes, no reciben de los profesores la misma atención y aprobación que los niños brillantes con la palabra”. El problema con tal suposición es que es a la vez resultado y sustento de la hipótesis. Resultado ya que nos ha dicho que los más premiados son los forjadores de palabras y dicho enunciado sólo es tautológico; sustento porque si ello no fuera así, los intelectuales forjadores de palabras con tendencia anti-capitalista no podrían derivarse de los incentivos educativos. Aparece así una falacia argumentativa en el análisis.


Un segundo elemento de estudio es el problema del capitalismo y el mercado. Nozick nos dice que los intelectuales están en contra del capitalismo y nos dice que ello es así porque se critica el mercado: los intelectuales no soportan la asignación de premios del mercado y como él es el fundamento del capitalismo, no soportan al capitalismo. Sin embargo, ¿será que el capitalismo no es más que un sistema de mercado? Curiosamente los que él denomina anti-capitalistas consideran que el capitalismo tiene un rasgo distintivo y particular, independiente formalmente del espacio en que se realizan las transacciones – aunque existe interacción entre tales características capitalistas y el mercado: el capitalismo es una sociedad antagónica (Tugán-Baranovsky) y asimétrica (expresado inicialmente por la teoría clásica), y por ende, es una sociedad con fuertes desigualdades que hay que revisar en su legitimidad; no es sólo un sistema basado en el intercambio personal con premios y castigos según la demanda, sino un sistema cuyos intercambios están marcados por relaciones de poder. Por lo tanto, el capitalismo es criticado no sólo mediante la crítica al mercado, sino, especialmente, por criticar su especificidad respecto a éste.


Se me dirá, entonces, que dicha crítica anti-capitalista no contradeciría la tesis de Nozick; no obstante, lo que se quiere decir es que las críticas al capitalismo no proceden sólo de la forma en que se dan los premios y por ende, no necesariamente provienen de las tendencias evaluativas del sistema educativo, es decir, no necesariamente existe el sesgo que Nozick dice que existe en estas instituciones.


Un argumento aparentemente fuerte del autor consiste en mostrar que si las críticas al capitalismo no estuvieran sesgadas, ellos no cambiarían de objeto de ataque inmediatamente aparece una repuesta (de los pro-capitalistas) al ataque anterior[2]. Pero a este argumento le sale al paso, casi inmediatamente, un contraargumento relativo a la naturaleza misma de las ciencias sociales y el hombre: aunque existan argumentaciones que muestran los errores lógicos de ciertas argumentaciones anti-capitalistas, ello no quiere decir que el capitalismo sea un buen sistema[3], ni que quienes cometieron los errores no puedan corregirlos, fortalecerlos y ampliarlos. Además, en estas ciencias no se crea un único edificio analítico, sino que aparecen varias estructuras de pensamiento que se disputan el terreno y por lo tanto, normalmente las críticas de unos a otros, o a una cierta realidad, no desaparecen, cuyo caso particularmente útil aquí es la persistencia – no necesariamente terca – de argumentos similares que evolucionan contra el capitalismo.


Consideremos ahora esta afirmación: “Dado el alto grado de libertad que un sistema capitalista concede a los intelectuales y dado el cómodo estatus de que gozan los intelectuales dentro del sistema, ¿de qué culpan al sistema? ¿Qué esperan de él?” (Nozick, 1986). Si aceptáramos tal afirmación, nos veríamos impelidos a aceptar que las críticas al capitalismo son insustanciales y sólo provienen de quienes las realizan; es decir, formula así Nozick una crítica, no a los argumentos mismos, sino a las personas que los realizan, cayendo en una nueva falacia. Este error, como podrá corroborar el lector atento, se repite sucesivamente en el documento citado.


Por último y a modo de conclusión veamos el fondo mismo del proceso de presentación de ideas de Nozick. Primero, crea una categoría abstracta de intelectuales y sobre quienes realiza una homogenización, todo lo cual no necesariamente es real, pero puede servir de soporte a la argumentación. Segundo, le atribuye características de pensamiento y comportamiento a tal clase de hombres. Tercero, le asigna motivos para el anti-capitalismo tales como el problema de la retribución según demanda y no según méritos, lo que llevaría a estos intelectuales a tener un sesgo. Cuarto, juzga todos los anti-capitalismo según la posición que él mismo les ha dado. Claramente aparece una falacia de mayor gravedad que las anteriores: no se puede criticar un anti-capitalismo diseñado para ser débil, ni a un grupo de gente – que no creo que exista por la misma diversidad de lo que se llamaría intelectuales – por motivaciones que son dadas por quien critica y que sí pueden tener sesgos importantes. Se critica a los intelectuales por sesgados contra el capitalismo, pero al mismo tiempo se cae en el sesgo.



[1] El trabajo citado tiene como título “¿Por qué se oponen los intelectuales al capitalismo?” y fue publicado en 1986. Se puede consultar en http://www.liberalismo.org/articulo/145/26/oponen/intelectuales/capitalismo/

[2] Nozick lo expresa así: “Porque cuando se refuta una u otra de las quejas concretas acerca del capitalismo ... el que se queja no cambia entonces de opinión”

[3] Lo que difícilmente será demostrado, sólo puede ser argumentado bajo el supuesto de falibilidad humana propuesto por John Stuart Mill. En ciencias sociales no se demuestra, se muestran posiciones argumentadas.

El mercado y las libertades


¿Por qué se defiende la existencia de la institución del mercado en las sociedades? No estamos hablando de capitalismo propiamente, pues los mercados pueden existir en sistemas socialistas; tampoco nos referimos a una búsqueda por sustentar los postulados neoliberales, pues no consideraremos a los mercados como espacios separados de lo político-institucional; no nos proponemos escribir una teoría libertariana, aunque se retomarán sus argumentos para ponerlos bajo lupa. Entonces, ¿qué enfoque se usará para comprender los mercados? Utilizaremos las categorías que nos ofrecen los profesores Ha-Joon Chang, Amartya Sen, C. B. MacPherson y Phillipe Van Parijs, pues considero que ellos ofrecen una adecuada teoría liberal-democrática en la que los mercados se sustentan, no por su eficiencia, sino por su importante aporte sobre la libertad concebida desde el liberalismo político contemporáneo que comienza con John Rawls.


Empecemos por definir el mercado como el espacio en el cual se realizan las transacciones económicas entre personas y por ende, como un espacio de interacción humana donde se pueden incluir las relaciones de poder y los deseos como determinantes de las acciones de las personas. Obsérvese que esta definición se aleja del paradigma neoclásico, donde lo que confluye en los mercados son agentes que intercambian derechos de propiedad en una sociedad simétrica y donde los individuos toman la forma de homo oeconomicus racionales según una lógica instrumental (medios-fines). Por lo tanto, en los mercados no se realizan actividades puramente económicas, sino que existen relaciones políticas, ofreciendo una bienvenida a los análisis políticos del mercado.


Ahora bien, ¿qué hizo posible el surgimiento de los mercados? ¿Qué permitió su consolidación dentro de las economías? Chang (2003) sostiene que el mercado mismo es una institución originada, no por fuera del Estado, sino dentro de él, por él. Los argumentos esgrimidos son los siguientes:

1. Los mercados necesitan instituciones adicionales que regulen quién entra a tales espacios y bajo qué condiciones.

2. También requieren el aseguramiento de ciertos derechos de propiedad – cuya margen de especificación puede ser tan amplio como para introducir cláusulas de no-exclusión de derechos de vida.

3. Las dotaciones iniciales que determinan los intercambios son construcciones externas al mercado mismo y normalmente son resultado de procesos redistributivos provenientes de estructuras políticas[1].

4. Existen instituciones que estipulan qué bienes se pueden transar legítimamente y ellas son fundamentales para el funcionamiento adecuado del sistema; por ejemplo, no se pueden transar las personas, pues ello viola la moralidad que subyace al funcionamiento social y que busca justificar el mercado mismo.

5. Existen instituciones que estipulan derechos y deberes de los participantes, i.e. los mercados deben cumplir con ciertas normas sobre el entorno en que se realizan.

6. Por último, existen instituciones que regulan el intercambio en sí mismo, tales que juzguen fallas en el cumplimiento de obligaciones, pero también que regulen los acontecimientos que puedan perjudicar al mercado, tales como quiebras bancarias o rupturas de contratos.


A ello le suma un argumento de gran importancia: los defensores religiosos del libre mercado parten del supuesto ad hoc de que son los individuos el origen de toda institución y que los mercados son naturales. Por lo tanto, este iusnaturalismo llevaría a crear un juicio de valor no justificado según el cual las instituciones como el Estado tienen un menor nivel en la escala moral de la humanidad, mientras que el mercado, en cuanto a que nace al mismo tiempo que los hombres, debe ser el espacio de la libertad natural por excelencia[2].


Entonces, luego de esta crítica, nos queda un mercado donde los individuos interactúan bajo esquemas institucionales – que pueden ser formales e informales al mejor estilo de North – y donde estas normas se encuentran en el centro de las relaciones personales de intercambio en las que puede emerger el poder y el deseo, siempre reguladas para evitar que se conviertan en dominación y depravaciones del cuerpo y los placeres.


¿Qué transamos en los mercados? Normalmente se considera que los intercambios tienen un contenido en término de bienes que los participantes poseen, pero esta visión se ha transformado para incluir derechos de propiedad (North, 1993 y Hodgson, 1988). Si definimos los derechos de propiedad como una forma de relación social, como relaciones de poder donde el poseedor del bien tiene la posibilidad de excluir a los demás de su uso y control, pero sobre todo, donde el poseedor tiene la capacidad de crear una relación de dominación con quien necesita de sus bienes (Cohen, 1927), entonces nuevamente volvemos a tener una definición de mercado desde la política, pero ahora especificando las relaciones asimétricas que en él pueden surgir.


Ahora podemos pasar a estudiar la relación entre mercados y libertades. Obsérvese que el enfoque utilizado no busca justificar los mercados desde sus resultados – lo que nos llevaría hacia las cuestiones de eficiencia y regulación –, sino hacia estudios de los entornos bajo los que las personas realizan elecciones y cuál es el contenido posible de dichas decisiones, es decir, nos cuestionamos qué posibilidades, qué autonomía y qué capacidades. Estas preguntas nos dirigen simultáneamente a preguntarnos por el poder, pero esta temática deberá desarrollarse en otro momento.


Sen (1997) propone que el mercado ofrece un marco de desenvolvimiento del individuo, protegiendo la libertad negativa de éste y su autonomía decisional. Dicha libertad se encuentra definida de tal manera que delimita un espacio de acción individual donde no existe la coerción para la acción-decisión, i.e. es un espacio de inmunización. Por su parte, la autonomía decisional no hace referencia a la agencia entendida como la característica de los procesos de autodeterminación de los quereres y de los valores morales, sino que se reduce al control sobre las elecciones propias.


Esta faceta procesal de la libertad se garantiza por el mercado en cuanto a que dicho mecanismo, a través de los derechos de propiedad, permite que los individuos transen, si no voluntariamente, pues ello requeriría la inexistencia de relaciones de dominación, al menos sí bajo decisiones propias y no violentadas por otro. Tomemos, por ejemplo, un trabajador que vende su fuerza de trabajo. En la relación con el capitalista, éste no aplica coerción sobre las acciones del primero para que venda su trabajo en tal momento y a tal capitalista; el contrato, aunque se firma bajo condiciones desventajosas para el oferente, no implica que dicha persona no elija bajo las opciones que tiene según sus propios análisis– a pesar del estrecho campo de alternativas reales – manteniendo así cierta autonomía decisional. Es pues una libertad procedimental y que nada nos dice sobre la libertad de bienestar propuesta por Sen en la segunda conferencia Dewey (1997).


Dijimos que no se aseguraba por mecanismos mercantiles el ejercicio libre de la voluntad individual, en cuanto a que este concepto hace referencia a elecciones donde no sólo no haya coerción por parte de otro, sino que no haya ninguna expresión de coerción en el entorno. Bajo el ejemplo que veníamos planteando resulta claro que el trabajador se ve coaccionado por un entorno de relaciones de poder donde el capitalista se encuentra en favorabilidad y el trabajador es quien sólo tiene dos opciones (simplificando): trabajar al salario ofrecido o morir, donde la última alternativa en realidad es sólo formal.


A pesar de los logros del mercado, para los liberales, ellos son insuficientes cuando se considera el problema desde la perspectiva de las necesidades, de la libertad positiva y de la libertad real. En el fondo del asunto se encuentra el problema de ser totalmente humano – pues no se es tal si no se satisfacen al menos las necesidades de supervivencia (Doyal y Gough, 1991) –, de elegir un plan de vida y tener las posibilidades y capacidades de llevarlo a cabo; esto se reduce a la idea de tener libertad real para todos (Van Parijs, 1995).


En cuanto el mercado se considera neutral en lo concerniente a la distribución de recursos (Nozick, 1986) y a que los procesos de redistribución deben salirse de los marcos mercantiles, tal institución no contribuye a solucionar los problemas de pobreza y de exclusión[3]; por el contrario, se ha mostrado que bajo esquemas de equilibrio general, si las dotaciones iniciales son desiguales, el mercado no las corregirá y más bien existirá un equilibrio óptimo (según el criterio de Pareto) fundamentado en ellas, tal vez reforzándolas.


Ahora bien, queda una pregunta: ¿es el mercado capaz de proteger las libertades negativas y la autonomía decisional completamente? La dificultad emerge de la interacción entre libertad de oportunidades y la libertad procesal, pues la libertad de oportunidades, por ejemplo como libertad de alimentarse adecuadamente, puede potenciar la libertad en la toma de decisiones – incluso llevado al extremo de decir que las segundas no pueden existir si las primeras no tienen algún grado de desarrollo, pues los individuos podrían morir. Entonces, la faceta instrumental del mercado en cuanto a protección de las libertades se ve aún más limitada en su alcance; la comprensión de estos límites permite entender en qué sentido debe realizarse la defensa de la institución del mercado.


Antes de finalizar, realicemos algunas consideraciones sobre la regulación del mercado y la ampliación de los derechos de propiedad, pues ello permitirá entender la justificación de la intervención estatal, ya no sólo como constitutiva del mercado, sino como complementario a él.


La ampliación propuesta por MacPherson busca incorporar dos facetas de la libertad: aquella correspondiente a la agencia y desarrollo humano – principio ético del liberalismo-democrático –, y la tradicional correspondiente a los derechos de propiedad individuales y garantizados por la ley. Para él, los últimos no tienen por qué tener la característica de exclusión en la definición misma y por lo tanto, la redistribución de derechos de propiedad – que incluye redistribución de recursos y de bienes – se hace legítima en defensa de los análisis éticos del liberalismo político.


Entonces, el Estado no sólo defiende indirectamente las libertades negativas por intermedio del mercado al que le da nacimiento y sustento desde la política, sino que lo complementa para que ambas instituciones en acción permitan el desarrollo de los postulados éticos fundamentales del liberalismo igualitario – no el libertariano.


[1] Por ejemplo, la estructura de propiedad y dotaciones iniciales está determinada, en Locke, por las reglas de apropiación de tierras y la concepción moral alrededor del trabajo legitimador de dicho procedimiento.

[2] Recuérdese que para los contractualistas clásicos – Hobbes, Locke y Rousseau –, existe una libertad natural más extensa que cualquier otra. En el caso de Locke, el Estado tiene como objeto sostener las leyes naturales que hacen alusión a la forma como esa libertad natural se expresa legítimamente.

[3] Sin embargo, en cuanto el mercado es una institución política que refleja relaciones de poder y asimetrías, no es ajena a los problemas mencionados; aunque es posible que estas dificultades sociales emerjan por fuera de él, se manifiestan en cuanto a derechos de propiedad definidos alrededor de las personas y en cuanto a que la libertad procedimental se ve afectada por la libertad de oportunidades (Sen, 1997).

lunes, 16 de junio de 2008

Acción económica gubernamental y libertad


¿Cuáles son los fundamentos de la acción económica gubernamental[1]? Esta cuestión lejos de ser clara, todavía hoy se encuentra en el centro del debate académico y gubernamental. Desde allí, varias han sido las posiciones, que se mueven fundamentalmente en un continuum que va desde las visiones de justificación en la eficiencia, hasta quienes consideran que su legitimidad radica en las concepciones de justicia subyacentes. En posiciones menos dramáticas podríamos ver aquellas que juzgan las políticas introduciendo criterios de eficacia y eficiencia en lo instrumental, manteniendo simultáneamente criterios de justica en las finalidades – posiciones estas, que en cuanto no son radicales ejercicios de coherencia cerrada de argumentación, se postulan como las más comunes. Podríamos formular una pregunta similar y más cercana a los actuales esquemas económicos capitalistas: ¿qué tanto mercado y para qué? (esta pregunta se tratará en otro momento)


Antes de empezar a responder tales cuestiones, debe primero justificarse su existencia. ¿Qué análisis se realizan al implementar tal o cual estructura impositiva? Esta actividad tan común por parte de los tecnócratas de la economía debe ser respondida de alguna manera. Adicionalmente, ¿cómo implementar tal o cual política social? ¿Qué política social es válida? ¿Cómo comprender la medición y el accionar alrededor de los problemas de la calidad de vida?


Encontramos argumentos sobre la eficiencia que podrían rezar así: la redistribución de la tierra para los desplazados forzosamente en Colombia puede resultar perjudicial en cuanto a la carencia de recursos – técnicos y económicos - de estas personas para llevar a cabo los proyectos productivos para su subsistencia; por lo tanto, mejor adjudicarlos a empresas capaces de hacerlo y que de paso ofrecerán trabajo a dichas personas – obligación ésta que podría hacerse por medio de decretos del ejecutivo. Entonces, el resultado así sería óptimo: los desplazados obtienen su sustento, se incrementa el empleo, se retorna al campo, las empresas se benefician y aparece el crecimiento económico (puede encontrarse tal argumentación en la defensa del Minagricultura, el sr. Arias, para el caso de las tierras de Carimagua).


Se nos dice que no es posible encontrar mejores soluciones y que ésta, de paso, tiene en cuenta el bienestar de los desplazados. Sin embargo, nada menos justificado, en primer lugar, porque en el centro de la argumentación no se encuentran las personas desplazadas, sino la capacidad de obtener ingresos únicamente; ello es así porque la explicación no recurre a la complejidad de la vida del desplazado y sus visiones del mundo, sino a una meramente economicista, basada en la producción y distribución de recursos. En segundo lugar, porque se realiza una separación entre el homo oeconomicus y las demás dimensiones humanas, identificando la primera con una actitud racional instrumental y como si deseos, sentimientos y costumbres no influyeran en las decisiones; en tal caso, la decisión del desplazado no puede ser otra que aceptar el empleo y no la tierra. En tercer y último lugar, se supone que los desplazados interactúan con los empresarios en circunstancias de simetría y fuera de relaciones de poder, donde los desplazados en realidad serían libres y además obtendrían mayor calidad de vida.


El ejemplo del desplazamiento pone en evidencia la dificultad de las miradas eficientistas respecto al accionar gubernamental, pues no reconocen personas, sino tales o cuales categorías de ciudadanos, los cuales se consideran dotados de tales o cuales identidades que determinan su accionar desde estas perspectivas. Ello conlleva, por ejemplo a creer errónea e irrespetuosamente que los campesinos son brutos.


Veamos ahora procesos de legitimación gubernamental a partir de las teorías de la justicia. Desde allí se parte de estructuras éticas que analicen de forma más general que la eficiencia, la calidad de vida de los hombres entendidos como personas. Obsérvese este tipo de argumentación: la tierra se le debe asignar a los desplazados ya que éstos tienen nexos con la tierra en cuanto a la construcción de referentes y la realización de costumbres propias, además de permitirles, conjuntamente con un programa de ayuda desde abajo al estilo de Max-Neef, mayor autonomía en cuanto a suplir sus necesidades básicas y realizar los proyectos de vida autodeterminados.


El cambio de perspectiva es sustancial, en cuanto ahora se concibe la acción gubernamental, no desde la estrecha mirada productivista, sino en cuanto a que la relación de las personas con su entorno es de gran complejidad. Aquí la construcción propia de valores morales toma gran relevancia, pues se invita a ejercicios de razonamiento sobre sí mismos, pero sobre todo, se invita a crear un sentido de la comunidad basada en razonar públicamente en búsqueda de un ethos.


En el centro del debate, por lo tanto, podemos encontrar la siguiente cuestión: ¿qué subyace a la economía? Las personas. Aunque parezca evidente la respuesta, de ninguna manera lo es. Como se vio en el primer caso, aunque aparentemente sean las personas el centro de la discusión, claramente la visión de personas en este caso es una ligada únicamente a su ser económico y con necesidades materiales; una hombre más relacionada con su ser básico y animal, despojado de sus valores y por ende, perdido de la personalidad misma. Por el contrario, la segunda visión contiene apertura de miras hacia individuos con valores y que se relaciona con el entorno a partir de miradas múltiples e interactuantes entre sí.


El llamado es pues a revisar las acciones gubernamentales por fuera de la estrecha mirada economicista, hacia una mirada de la complejidad del hombre como persona que interactúa con las demás en una comunidad en construcción. En tal sentido, las discusiones sobre, por ejemplo, las estructuras impositivas debe primero pasar por un análisis de la justicia, para luego estudiar los problemas de eficacia y eficiencia.


Quedo en deuda pues de la presentación de visiones de justicia que analicen el problema de la acción gubernamental, empezando por la revisión del liberalismo utilitarista de John Stuart Mill.




[1] No se utiliza aquí la denominación política pública en cuanto a que no se comprende cómo puede no ser una política pública, y por la dificultad en el contenido de lo político mismo.