domingo, 30 de noviembre de 2008

De la oposición, la traición y otros pasos desde el patriotismo


La pasada semana se llevaron a cabo las elecciones territoriales en Venezuela. Si bien todavía permanece el Partido Socialista Unido de Venezuela con apoyo de las mayorías electorales, la oposición logró ubicarse en Caracas y tres de los estados más relevantes en términos de actividad económica y tamaño poblacional, es decir, en Táchira, Miranda y Zulia – este último, sede de la oposición desde periodos anteriores. Además, logró hacerse con las gobernaciones de Carabobo y mantener la de Nueva Esparta.


Las declaraciones no se hicieron esperar ante los hechos. Los opositores declararon su gran victoria al contar con 44% de la población nacional bajo su control, mientras que el partido dominante, encabezado por el presidente, afirmó que la oposición apenas había logrado una victoria pírrica y ello obedecía más a un acto de traición que disidencia respecto a las políticas del gobierno de los últimos diez años. Las argumentaciones, tanto antes como después de las elecciones, se han tornado personales con continuos ataques en la forma de imponer nombres tales como “ladrones”, “traidores”, “robacámaras”, etc.


Interesante observar que la palabra traición proviene siempre de la falta a lo que ya en repetidas ocasiones he definido como patria y patriotismo. Quien ejerce un acto de traición, vende los intereses generales de la patria por favores hacia los intereses personales y egoístas, que poco contribuyen al progreso social. Por tal razón, aquella persona resulta indigna integrante de una civilización y deberá ser penalizado con la máxima condena posible para un idiota (recuérdese que se denominaba así a quien le resultaba del todo imposible la participación política en las sociedades, dado que carecía de intereses sobre lo público): el exilio junto con la negación de la ciudadanía.


Si bien esta negación de la ciudadanía no podrá llevarse a cabo en el país vecino, más por ser una declaración acalorada de un presidente que por poseer pruebas contundentes de ello, no es este el punto central aquí. No nos interesa saber si efectivamente el nuevo alcalde de Caracas y sus secuaces (o como quiera que se les llame ahora a los electores que votaron por él) serán juzgados por el sistema judicial de Venezuela; es más bien relevante como muestra de la persistencia de la paradoja de la ciudadanía y los derechos: aunque estos últimos fueron promulgados como reconocimiento de las libertades inmanentes al hombre, su garantía sólo puede efectuarse en cuanto el hombre en cuestión pertenece a un Estado capaz de asegurar su cumplimiento, es decir, los derechos sólo se le garantizan al ciudadano, no al ser humano por su mera existencia.


Lo que sucede cuando el mismo Estado considera que usted no es un patriota, es decir, que sus intereses no están alineados con la voluntad general y consecuentemente puede llamarse con la voz traidor, es que el poder organizador del Estado sobre la sociedad indica una anomalía: alguien, un particular cualquiera, se ha desalineado voluntariamente de la coherencia existente entre lo individual y lo social-nacional. Esta separación voluntaria se juzga como la ruptura del contrato fundador, que si bien no desbarata el aparato ya establecido, sí logra finalizar con el contrato que aquella anomalía ha firmado con la totalidad social, con el megasujeto.


La finalización de este contrato se dirige directamente hacia el final del control y la seguridad ofrecida por el Estado. La traición, como bien se señaló, se castiga ante la figura de expulsión de la sociedad de su seno, es decir, con la pérdida de garantía de los derechos a los que supuestamente usted tenía acceso por haber nacido, pues ya no hay quién sirva de garante de la vida. La ligazón entre Estado y patria no sólo aparece entonces como necesaria para darle sostenimiento al primero, sino que se configura en una relación de la exclusión humana de los círculos institucionales de justicia.


Algunas personas sostendrán que si el aparato de justicia es independiente del gobierno, la definición de quién puede definirse como traidor partirá de concepciones objetivas y analíticas sobre las acciones de aquella persona; en definitiva, que el juicio será justo y los derechos se garantizarán excepto lo mínimo requerido para la convivencia social, es decir, el Estado sigue defendiendo los derechos inalienables, mientras que algunos deben ser alienados para mantener el orden. Sinembargo, esto es sólo apariencia, puesto que quien es destacado como traidor, normalmente no alcanza a llegar al aparato de justicia antes de ver que las fuerzas del Estado acaban con su vida, e incluso así, se puede dictaminar en algunos de ellos la pena de muerte. Nada impide que un Estado – y la sociedad subyacente – legisle tal control sobre la vida y la muerte.


De esta manera se puede visualizar la gravedad de la afirmación chavista sobre la oposición: son hombres que en definitiva, pueden carecer de derechos en cualquier momento y que no se podrán llamar ciudadanos venezolanos – ni de ningún otro país del mundo –, pues han cometido una violación a lo que tal categoría implica: La patria resurge con fuerza tal que la humanidad debe contraerse hasta su aniquilación.

sábado, 22 de noviembre de 2008

¡Eureka!, Ahora ya tengo Estado


A pesar de lo que pueda expresar el título al juicioso lector, no intento formular ideas sobre el surgimiento del Estado, ni sugerir nuestra inclusión en él a partir de decisiones autónomas en un proceso de generación de un consenso hacia la convivencia y la justicia. Por el contrario, sólo realizo un tímido avance hacia la comprensión de aquello que tanto inquieta a múltiples escritores, entre ellos a Kertész: ¿en qué debemos convertirnos para que el control de la vida del Estado pueda ser más bien autodeterminación consciente hacia un accionar favorable al mantenimiento del statu quo o del cambio direccionado?


A pesar de que aquella es la pregunta adecuada, todavía no dice nada sobre dónde radica el problema. Para Hayek parecía claro que el control del Estado sobre el individuo obedecía a un excesivo papel de intervención de esta organización tanto sobre la economía como sobre la vida cotidiana de cada uno de nosotros, lo que era posible lograr mediante la aplicación de su gigantesco poder impersonal y que toma la forma de políticas sociales o estados de excepción; en cualquier caso, al parecer el problema es de excesos y no de puntos esenciales en la concepción misma del Estado: es un mal necesario y en realidad un mal más bien escaso si se limita a las tres funciones clásicas que se le asignan desde la concepción liberal clásica. Si a esto se le adiciona una verdadera república con todo y lo que ello implica en términos de control de poderes desde otras ramas y una carta de derechos sobre libertades negativas, el control sobre la vida sería sumamente restringido.


Las problemáticas enunciadas por los liberales más radicales han sido interiorizadas por las sociedades y nos hemos encaminado hacia su solución sistemática, tanto que podemos afirmar que hoy en día parece ser más fuertes los controles horizontales de poderes y la participación ciudadana, las políticas sociales son más benévolas y al parecer mejoran sustancialmente nuestras calidades de vida, entendida en términos de esperanza de vida, salud, educación promedio, ingresos y hasta los materiales de las viviendas. Es como si el monstruo de Hayek que evita el desenvolvimiento personal, ya no existiera; más bien nos impulsa hacia una vida más libre, hacia unos humanos más capaces.


Desde esta perspectiva, resulta del todo evidente que son críticas reformatorias del sistema y por ende, no substanciales. El Estado puede apropiarse de todo aquello que no modifique su esencia, endogenizando derechos políticos y económicos en visible libertad real para todos e incluso generando la apariencia de unas nuevas limitaciones a su accionar. El problema es que no se ha mencionado hasta ahora cuál es el apoyo del accionar estatal, que al mismo tiempo le permite su existencia e incluso la expansión de sus objetivos “por fuera” de él mismo.


La literatura puede dar buenas pistas sobre el espacio donde tal problema se ubica, dado que ella aporta espacios sensibles de representación del mundo, de visibilización del mundo. Kertész nos habla del problema del buen ciudadano: aquel que comprende el bien común y las vías adecuadas para ello y que actúa en concordancia, siempre impulsado por una fuerza interna de deber, de un pasivo moral que tiene él tanto con la sociedad que le ha provisto el espacio para su vida misma, como con sí mismo como hombre virtuoso; la falta frente a los principios implicaría la presencia de un sentimiento de culpa sumamente doloroso, incluso hasta la negación de sí.


La anterior definición no implica que el buen ciudadano sea aquel que sigue todo el tiempo los preceptos de sus gobernantes o de los derechos. Es por el contrario, quien en el ejercicio de su pensamiento, comprende las injusticias desde las propias del accionar gubernamental y los fallos judiciales, hasta aquellas que persisten en el sistema de derechos civiles y la cultura ciudadana general. Es el hombre crítico, el hombre que trabaja según las necesidades sociales, que trabaja incansablemente, siendo incluso un empresario emprendedor para sacar a su país adelante. Es pues un patriota, quien siente a la nación como sus compañeros de hogar.


La patria como fundamento del Estado, el patriotismo como móvil, la voluntad general como objetivo, este es el ordenamiento del que estamos hablando. El ideal, la utopía última de un Estado es que cada individuo, cada persona, sea un patriota, un buen ciudadano. Así, se puede responder sin problemas a los retos de Hayek y de la modernidad, puesto que cada patriota tiene dentro de sí la fuente de la reforma del ordenamiento social , al tiempo que transforma también al Estado.


Más aun, el cuidado que el patriota puede ofrecer a su hogar – la patria – es superior a lo que puede lograr el mismo Estado con toda su maquinaria gigantesca, ya que su accionar, si bien no es más efectivo para transformar los grandes problemas de la sociedad, es más flexible y se encuentra mejor articulado con los intereses generales (recuérdese que ya es un patriota).


El atento lector se ha dado cuenta que no usamos la palabra patriota en el sentido común: no es el hombre que daría todo por su país, sin importar qué haya hecho éste. Es el hombre que defiende a su nación pero igualmente la critica y que sólo tomaría las armas en caso de que se cometa una brutal injusticia contra ella y fuese esta la única línea de acción; el patriota no es un hombre brutal ni necesariamente radical, es la clase se persona que defiende un hogar, una espacialidad que lo resguarda del mundo agreste, pero que paradójicamente, él debe defender también de fenómenos salvajes.


¿Qué es, entonces, lo que molesta de este patriota tan civilizado? Es justamente esto, el ser civilizado, porque lo es en cuanto se ha acoplado adecuadamente a unos fines – los mismos del Estado – y unos medios de bien. Si el Estado es amable, es decir, si cumple las funciones sociales adecuadas para la libertad real, al tiempo que logra superar sin problemas las dificultades planteadas por Hayek, entonces ese Estado tiene los mismos fines y los mismos medios que nuestro patriota; es decir, la ética universal de la voluntad general, por su lógica innegable derivada de las reflexiones éticas constructivistas consensuales, crea un lazo directo para la relación entre El Estado y El Hombre como la relación social por excelencia, ya que tiene en cuenta los intereses sociales más altruistas incluidos en ella.


Lo que sucede ante la carencia de tan encomiable relación es que, incluso si el Estado encuentra su posición virtuosa, el pueblo no sería adecuado para articularse a él, generando desacuerdos y desórdenes sociales. La tarea se hace clara: la culturización estatal hacia la construcción del patriotismo como virtud personal para la vida social. Lo interesante del mecanismo es lo que puede lograr en cuanto el uso de las capacidades humanas hacia la creación de un organismo o megasujeto nacional, cuya armonía no tendría parangón.


A pesar de la necesidad del patriota para el Estado, debe señalarse que el megasujeto creado todavía posee una ventaja mayúscula sobre aquel: la capacidad de recolección de información de la sociedad en su conjunto lo hace la organización idónea para poner orden sobre las actividades productivas, articulándolas entre sí. El patriota, que comprende las razones esgrimidas, no sólo obedece a aquel, sino que obedece a su pensamiento moral correcto.


El resultado no podría ser mejor descrito por Kertész: el “poder absurdo triunfa de todas maneras sobre nosotros: nos inventa un nombre que no es nuestro y nos convierte en objeto aunque hayamos nacido para otra cosa” El problema es que no sabemos para qué nacimos, el Estado sabe para qué servimos en el sistema justo, luego nos creemos este nombre del que habla el escritor y potenciamos El Poder con la posición asignada. En cualquier caso, el monstruo al que temía Hayek se ha creado desde el patriotismo, que si bien se impulsa desde el Estado, también es una de las virtudes sociales por excelencia.